NUEVO DEPORTE: EL WELCOMING
Después de muchos años de práctica, decepciones y derrotas he llegado a la conclusión de que a un servidor le entusiasman la mayoría de deportes que requieren cierto tino y esfuerzo, pero resulta más que evidente que yo no le gusto a ninguno de esos deportes. A pesar de los intentos por adentrarme en ellos, jamás deporte alguno me dejó conocer los recovecos de su casa.
Así que ahora que llega el momento post-navideño, que tanto nos aterra, ahora que ya ha pasado San Antón y que han finalizado las Pascuas según calendario popular, no tengo más remedio que ponerme a trabajar mi tableta de chocolate y dejarla reluciente a costa del deporte.
No me acercaré a los nuevos santuarios. Está comprobado que no nací para sociabilizar en un gimnasio donde es fácil reírse de tu vecino, pues si tú coges las pesas de tres kilos él cogerá, instantáneamente, las de cinco y se te quedará mirando con aire de desafío a lo Curro Jiménez. Siempre he pensado en este aspecto que de quitar los espejos de esos establecimientos y ludotecas del ego se irían a la quiebra en un santiamén. Una vez estuve en uno, hará de eso casi 25 años. A los cuatro meses de merodear por allí y regocijarme con la poca pulcritud de las jovencitas de mi época – hoy excelentes madres divorciadas – me ofrecieron muy ladinamente anabolizantes y salí disparado de allí ante la incomprensión de mi padre, que veía en mi renuncia una huida de mi condición de cuerpo diez.
La solución es reciclarse. Hay que perder peso, quitarse esos tres kilos que de media se pone cada español entre pecho y espalda en esos quince días de excusas para no reconocer nuestras propias miserias. Y tiene que parecer que practicas un deporte. Así, he decidido estar atento a los más allegados y conocidos para ver quién se adjudica o cambia cualquier cosa de su casa. Cualquier reforma minimalista me vale. Una pronta visita al Ikea por parte de un compañero de trabajo es recibida en mi agenda como una máxima de Carlos Marx o un verso de Borges.
Que los españoles te enseñen sus casas es todo un deporte. Y les llena de orgullo y satisfacción hacerlo. Obligan a su visitante eventual o huésped fortuito a que vean hasta los pelos de la ducha si es menester. Casi diría que para muchos es religión y te asaltan comentando que, finalmente, el tresillo no quedaba perfecto en tal rincón de la sala de estar y sus variantes. Y terminan: ¿cuándo vendrás a verlo?
La visita es imprescindible hacerla a pie hasta la casa susodicha. Es recomendable no haber hojeado ningún catálogo del Ikea al menos cinco días antes, para que la sorpresa sea mayúscula. No hay que hacer comentarios del tipo ese estor es el mismo que tiene Alberto o Isabel. Bueno, si quieres enterarte de algún cotilleo o divergencia puntual sí.
Es un sufrimiento ver cómo mezclan una imitación de Lladró con una pared de gotéele, un cuadro de la etapa surrealista de Chirico y una foto tamaño bañera del día de la boda. Piensa sólo en las 500 calorías de media que vas a quemar, siempre que lo que acompañe al café no sea bollería industrial, a la que has de resistirte para que tu plan haga efecto.
Para mantenerte en el círculo de los que son invitados, hay que tener en cuenta una máxima, de lo contrario, te arriesgas a que te den arsénico en el café: la casa exhibida es siempre la más bonita del mundo, así que: sí, en una misma habitación pueden coexistir un edredón del demonio de tasmania, un montaje warholiano con la foto del hijo a lomos de Pocoyo y una cómoda estilo Luis XVI.
Por si no quedaba claro que esto es así, una cadena de televisión estrenaba ayer un programa del tipo: to er mundo é güeno, donde las casas más estrafalarias se nos presentaban como auténticos museos de antigüedades o del buen gusto. A saber, una pareja de gays residía en una vivienda de más de 1100 metros cuadrados y otros 3000 de jardín y hacían vestir a sus sirvientes con un atuendo característico de la ensalada de culturas que en ella se había querido homogeneizar. En el Spa subterráneo, hecho artificialmente pero recreando el misterio de una gruta, tenían una estatua de un buda sonriente y dorado.
Lo que constata que los millonarios siguen siendo los más horteras, sea uno minimalista o barroco, dandy o gentleman. Y es por eso, creo yo, que los de la alta sociedad siempre tienen esos tipazos. Ni botox, ni retoques ni pádel ni golf. Lo que de verdad hace perder peso en esta época del remordimiento mórbido es tener amigos con mansiones del copón, que cada dos por tres hacen reformas y te invitan a verlas. Si no, piensen en la Beckham o en la Hilton y me darán la razón.
Canción del día: Su casa es Suya, Ciudad Jardín
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