UN VIEJO LECTOR DE PESSOA
Me encontraba solo aquella tarde primaveral del 94. Vagabundeaba por la Universidad sin mucho que hacer que tomar café por los aledaños y leer periódicos o poemas del 27.
Así que me tropecé con un cartelito en algún tablón de anuncios, o puede incluso que lo leyera en la agenda cultural de algún diario local, que decía que habría una conferencia de un tipo hablando de Pessoa y de Ricardo Reis. Yo tenía al poeta portugués recién descubierto y, de entre sus heterónimos, Reis suponía el más querido.
Como no tenía nada mejor que hacer, fui al Paraninfo, donde no había excesivo público. Pude sentarme en la segunda fila, detrás de una mujer de atractiva madurez. El conferenciante estaba sentado a la derecha de su presentador, catedrático de Hispanoamericana – algunos meses después fui descubriendo lo mucho que a este catedrático le reconfortaba el espíritu que ilustres letrados se colocaran a su derecha, evangélicamente, pero de eso ya hablé en otra ocasión.
En cuanto comenzó a hablar descubrí su acento portugués o brasileño, pero poco me costó darme cuenta de que, siendo menos danzarín, se trataba de un portugués. Su acento fue cautivándonos tan sibilinamente que caímos enredados en la tela de araña de su sabiduría en cuestión de minutos. Personalmente, no había escuchado a nadie tan elocuente en mi Universidad, al menos, que viniera de fuera. En un momento dado, recitó unos versos magistrales del poeta, aquella oda que comienza Sábio é o que se contenta com o espetáculo do mundo y, como suele ocurrir en estos casos, su cerebro le jugó una mala pasada y continuó la disertación en portugués. Pero no hubo caras raras entre el público asistente, quizás porque su acento pausado y tan portugués hizo, aún más si cabe, su discurso más embaucador.
Tardó un par de minutos antes de que la mujer madura y atractiva que había delante de mí le dijera: Pepe, estás hablando en portugués y él pidiera disculpas – cómo si tuviera que darlas – y prosiguió guiándonos con su lucidez en un afable castellano, que no parecía esa tarde tan áspero como suele ser lo habitual gracias a su inmensidad.
Salí aquella tarde del Paraninfo apuntándome el nombre de aquel curioso lector de Pessoa tan carismático, José Saramago, y prometiéndome leer algo suyo pronto. De aquella tarde, tan memorable al menos para mí, luego dio cuenta en el primer volumen de sus Cuadernos de Lanzarote, que leí ya en el 98, cuando me tenía ya ganado de por vida como lector.
Pero antes, tal como me había prometido, me acerqué a su obra unos meses después de la mencionada conferencia. Tomé prestado de la biblioteca Casi un objeto, y el último relato del libro, el más breve, lo fui leyendo de regreso de alguna parte en un autobús. Su descripción de una castración porcina resultaba tan abrumadora e ilustrativa que me atravesó en un momento dado, una sensación muy molesta por los mismos territorios que horadaban al animal protagonista del relato. Y cuando cerré el libro supe que Saramago había ganado la batalla y que tendría que ir a por más. Así que hurgué por las librerías y vi que estaba recién salido su Ensayo sobre la Ceguera y una vez que lo devoré lo puse en un altar.
Mi segundo encuentro con él fue durante el Congreso Internacional que mi universidad le dedicó en el 99 con la excusa del Nobel. En el que yo hice una breve intervención hablando de su relación con Pessoa, como homenaje a aquél día del 94. En un momento dado, alcé la hoja del papel y allí tenía sus ojos de primera fila escuchándome interesado y poniéndome nervioso.
Pero lo mejor de aquellos días del congreso fue la patada en el culo que le dio al tan pavoneado Catedrático de Hispanoamericana, artista del evento, cuando le pidió el ingrato que fuera terminando sus exposiciones en las conclusiones del evento, con una sala abarrotada de jóvenes enamorada de su acento y su pensamiento lúcido y exquisito. Y, como el Catedrático es así de generoso, le razonó su apremio porque tenía que hablar el Presidente de Nuestra Comunidad y ya sabe usted don José la agenda de los políticos. Don José, serenamente, dijo que sí que no tardaría mucho, pero que era la primera vez que, en su larga vida, veía que se mandara callar a un Premio Nobel para darle la vez a un presidente de una comunidad autónoma.
Ojala que ahora, para revivir su recuerdo, todos y cada uno de nosotros aprendiéramos algo de un hombre tan inconmensurable. Nos iría mucho mejor y nos conduciríamos más apaciblemente por las extrañas carreteras que la vida nos va proporcionando.
Canción del día: Lagrima / Amalia Rodrigues
p.d. Leído en Días de Radio el 21 de junio de 2010
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