ENTEREZA PARA LO QUE ME ECHEN
Hay una frase que se ha prodigado por todos los medios de comunicación este fin de semana de mano de uno de los personajes públicos nacionales más tristes que ha dado nuestra joven democracia: don Mariano Rajoy. Ha sido la de decir: “Tengo entereza para aguantar lo que me echen”. Cuando la escuché por primera vez no pude aguantarme darle un telefonazo a los de la SGAE y ver qué se podía hacer, porque esa frase es de un servidor, y no creo justo que vaya en boca de un cualquiera. Los de la SGAE me dijeron que ellos no podían hacer nada si no había filón de por medio y por eso es que estoy aquí desahogándome.
Lo de la entereza me lo repito mucho. Cada vez que me pongo delante del televisor y le doy al mando para saltar de canal en canal. Es casi un deporte de riesgo, me atrevería a decir, sobre todo en esa franja horaria impracticable de mediodía los fines de semana. Casi peor que la franja de sobremesa de los domingos, donde los telefilmes de mujeres deshonradas o niños pijos australianos te hacen llorar al maestro Hitchcock. Lo mismo te encuentras a Carmen de Mairena recitando un soneto de exabruptos con rima AB BA que haría las delicias del mismísimo Moncho Borrajo que a un antiguo soldado británico intentando convencernos de que lo mejor para sobrevivir en mitad de la sabana africana es hidratarse recogiendo el zumo parduzco que sale de estrujar excrementos de elefante. Por lo visto, la una de la tarde de un sábado no representa horario infantil y las cadenas privadas combaten así la maravillosa y poco reconocida labor del maestro Argenta, intentando inculcarles Bach o Mahler a unos niños que dentro de poco fliparán con lo último de Los Caños en su primer y recién estrenado móvil de 200 euros.
Así uno no puede resistirse a tirar de la red y bajarse extraoficialmente y en versión subtitulada las novedades de las series que van saliendo en USA. Uno, ajeno a ese fervor popular y casi me atrevería a decir místico de tragarse series nacionales de difícil acceso al intelecto como puedan ser Los Hombres de Paco o Sin Tetas no hay paraíso, se revuelca de placer como un gorrino en el fango ante las vueltas que la vida le da a ese Sherlock Holmes moderno y adicto a la Vicodina que es el doctor Gregory House. No soy el único adicto a las tribulaciones semanales del gran adicto, por lo que se puede comprobar fácilmente en la red, donde hay una página incluso llamada La Vicodina. La droga de House.
Hay otras que me atraen, como Fringe, Dexter o The Closer, pero creo que jamás desbancarían a House de su trono, por purita deformación profesional, pues ya digo que busco las correspondencias entre el detective de Conan Doyle y el personaje del Hospital Princeton-Plainsboro.
Pero de todas las series que he seguido en los últimos años ninguna me ha vinculado tanto con la ficción como la saga de Los Soprano. Y no porque haya sido magnificada incluso por mi reverenciado Javier Marías, del que ya me gustan hasta sus costuras, sino por todos los referentes culturales que hay en toda la serie: desde las caricaturas que se hacen de la Mafia vista con los ojos de un director de cine, como el espíritu Tony Montana que cada uno de los personajes tiene al ser miembros de una familia.
El mensaje de la serie es devastador y deberíamos aprender todos de él. El espíritu Tony Montana es ése que todo bicho viviente posee, y por el que pensamos que nos merecemos todo por el simple hecho de haber nacido. Es decir, ¿por qué yo no me lo merezco todo y Michael Jordan sí, siendo los dos del mismo barrio? Los mafiosos del cine y la televisión tienen ese espíritu, pero es un espíritu universal, el de creernos tan importantes que nos lo merecemos todo. Si tú te lo mereces todo no harás esfuerzo por nada y accederás a él de la manera más simple, rápida y directa: la fuerza, la violencia, el poder que da el miedo del otro. Ese mismo espíritu es el que hace que todos los que nos ponemos delante de un televisor o una pantalla de cine nos sintamos cercanos a los mafiosos que allí se nos presentan, porque, en el fondo, todos hemos querido ser alguna vez ese mafioso, poder dar y quitar con la misma facilidad y la misma aquiescencia. No nos importaría ser Michael Corleone por un tiempo, a pesar de la soledad del personaje; o ser Henry Hill, el chico de barrio de Uno de los Nuestros, aunque termine siendo un villano delator. Sabemos de los riesgos de ese mundillo, pero todos hemos querido sentir la emoción de ese poder, de ser invulnerables mientras matamos a un don nadie a puñetazos.
Por eso, como sabemos que todo eso es ficción y nuestro deseo no puede traspasar al otro lado de la pantalla, nos conformamos con el subidón de adrenalina cuando sisamos en la compra, o lo quitamos las medias o los calcetines a nuestro compañero de taquilla, esperando el día en que las puertas de la política se nos abran y entremos en el maravilloso mundo de las corruptelas.
p.d. Leído el 17 de Noviembre en Radio Candil.
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Óscar -
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