LO PEOR QUE LE PUEDE PASAR A UN FUTBOLÍN
Yo pensaba que iba a ser algo que iba a afectarme sólo a mí, pero veo que la cosa está repartida. Hace poco, precisamente, hacía con los compañeros un repaso de lo que ha sido mi infancia y mi adolescencia al lado de un compañero tan infatigable en los primeros ochenta como un futbolín. Y ahora voy y me entero que se ha muerto su inventor. Que, a su vez, era escritor y albacea del gran poeta León Felipe, casi siempre olvidado, más que nunca en los últimos tiempos – que tan poco necesita a poetas que van por la verdad por delante, que dicen las cosas como hay que decirlas.
Recuerdo que teníamos un futbolín de madera en casa. Como últimamente pienso mucho en él, me he prometido preguntarles a mis padres de dónde salió. Es probable que se perdiera en una de nuestras variadas y apoteósicas mudanzas. Era el centro de atracción de lo que llamábamos la sala de los juegos (aunque bien se puede decir que jugábamos en toda la casa). Luego, esa habitación pasó a ser la de mi hermano, cuando se emancipó de su cuna.
Lo más triste de la historia del futbolín, en general, es que su inventor, el Señor Finisterre, al que se le debería de dar un Príncipe de Asturias póstumo por su labor, ideó eso precisamente como un juego para niños. Para que los niños convalecientes en los hospitales pudieran concentrarse en algo mientras se recuperaban, en algo que no fuera la estampa de vacío y muerte que desde sus ventanas podían ver. Sin embargo, su idea fue inviable: las fábricas de juguetes se habían convertido en una fábrica espontánea de armas para suministro del odio y la vergüenza.
Alejandro Finisterre quiso suturar la sonrisa de los niños. Pero los mayores se lo impidieron como sólo ellos saben. Con el tiempo, él sí que sabe suturar, parcheó las carencias de los hijos y los nietos de esa Guerra.
Descanse en paz.
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el detective amaestrado -