CARTULINAS PARA RECORRER EL MUNDO
Tenía unos seis o siete años. En mi memoria la tienda vendía de todo, como una tabaqueira portuguesa. Los viernes seleccionaba, a la vuelta del colegio, el material. El domingo recibía, entusiasmado, la paga e iba a misa y a catequesis. Por aquel entonces, todavía creía en cualquier cosa que me dijera mi madre sobre las bondades eclesiásticas. Me adentraba en la tienda después de haber rezado y me gastaba toda la paga de la semana, a veces la de dos o tres juntas, después de un esfuerzo titánico por no naufragar en el estado de mi economía.
Y compraba una cartulina de color anaranjado, repleta de sellos. Eran sellos del mundo. De cualquier parte. Era mi particular manera de recorrer el mundo. Normalmente, solía decidirme por aquellos que venían de países remotos y mucho más lejanos de lo que están hoy. No por el avance tecnológico, que también, sino porque cuando eres niño las distancias se magnifican y se convierte en algo místico atravesarlas. Para llegar a Murcia, a casa de mis abuelos, por ejemplo, se necesitaba un largo viaje en tren, que significaba siempre la maravillosa sensación de caramelos de Hellín anisados y bocadillos de tortilla comprados en la estación de Cieza.
Si no había países remotos a los que llegar a través de esos sellos los compraba por los motivos. Siempre había en ese tipo de decisiones alguna estampilla dignificada con una mariposa.
Esa colección se fue agrandando hasta que hicimos una de nuestras mudanzas. No pude dedicarme a cuidar con esmero y amor inusitado mis estampillas, porque me trasladaron mucho antes a casa de mis abuelos por motivos escolares. Lo dejé encomendado a mi madre.
Las mudanzas. Tienen sus cosas buenas, la posibilidad de conocer y descubrir. Pero van dejando surcos y rastros, huellas que el tiempo apagará con su continuo suceder. He dejado muchas cosas y muchos recuerdos en ellas. Demasiados. Y cada vez resulta más agotador.
En mi nueva casa, a unos 140 kilómetros más al sur que la anterior, pocas veces recordé mi colección de sellos. La memoria de un niño es así de selectiva y caprichosa. Después de un año de estar separado de ella me había olvidado. Un día le pregunté a mi madre y me los descubrió. Era una pequeña minoría. Se había diezmado extraordinariamente. Quedaban muy pocas mariposas tailandesas. Por unos meses me dediqué a recopilar información sobre lo acontecido, pero mi familia parecía de repente un despacho funcionarizado. Nadie sabía nada y siempre se me remitía a preguntar a otra ventanilla.
Resignado, me puse a reciclar los que tenía de cartas de bancos de mi padre o de los amigos. Donde siempre estaba el rey, o un Franco cada vez más desgastado.
Hoy descubro atónito que aquella pasión infantil la tuvieron muchos españoles, casi medio millón, que vivieron apasionados su compra de estampillas, con el afán de recorrer países remotos y sonreír con la hermosa visión de una mariposa tailandesa.
También ellos han perdido su colección y ahora se encuentran como un niño sin nadie de la mano en un despacho repleto de funcionarios.
2 comentarios
RAYO15 -
Mastronardi -
Que no os engañe con sus frikismos.