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RUA DOS ANJOS PRETOS

EL CANDIL DE ESTA RUA

PARA QUE YO ME LLAMARA VICENTE FERRER

PARA QUE YO ME LLAMARA VICENTE FERRER

 

Para que yo me llamara Vicente Ferrer tendría que arrancarme de las cuencas estos ojos que han aprendido a mirar las cosas desde el lado gris de la circunstancia; tendría que realizar infinidad de cursos de aromaterapia para mudar esta costumbre de oler siempre a amenaza de lluvia; tendría que morderme la lengua hasta que mis dientes sintieran la viscosidad de la sangre, cual torrente golpeando el rompeolas de mis encías cariadas.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer tendría que robar en un banco de ojos, unos limpios y claros, sinceros, muy sinceros, que supieran decir hasta en la concavidad del rigor mortis: tranquilo, yo no voy a traicionarte. Unos ojos, como de ciego, que supieran tender la mano sólo conociendo la voz de quien la pide.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer mis manos tendrían que haber reconocido la tierra sólo con posar la palma de mi mano; haberme confundido muchas mañanas de primavera con la tierra, haber escarbado buscando raíces donde sólo crecen campos de minas, tendría que olvidarme de estas uñas pulidas con lima, que habrían aprendido a sentir el agua a metros de distancia.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer hubiera precisado hace tiempo un cortecito en el córtex de unos pocos centímetros, creo que con cinco hubiera sido suficiente, o haberme dejado practicar por el doctor Gregory House una biopsia incisional, de ésas que apenas duelen y en todo momento uno es consciente de que le están apuntando con cámaras de televisión y haciendo preguntas para trepanar hasta el quid de la cuestión y su reverso. Para así dejarme extraer todos los pensamientos que destilan lentamente los sucesos, haciendo un licor de angostura en el alma imborrable, capaz de profanar tumbas, que destiñe las bienaventuranzas de la vida, poniéndole formol a las emociones.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer tendría que ver el tiempo no como una amenaza constante, sino como un reto a nuestra voluntad, una carrera de fondo por los acantilados del Mar del Norte; sería una sucesión de instantes en los que ayudar a los demás se convertiría en auxilio de mí mismo.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer tendría que haber aprendido a desbrozar del hombre su lado absurdo y ridículo: ése que le lleva a realizar las inmundicias más imprudentes en nombre de las libertades, que llama a la volatilización de inocentes daños colaterales, que le arrastra a cambiar cocaína por polvos de talco para revenderla, que llama al lucro obligación.

Para que yo me llamara Vicente Ferrer tendría que ver el hambre y la pobreza como un lúgubre túnel de cientos de metros donde se vislumbra un diminuto halo de luz al que hay que llegar aunque las piernas y el esfuerzo nos venzan; y no como lo veo: un mal menor para muchos, una necesidad vital para unos tantos engreídos, que siendo conscientes de que con el diez por ciento de su riqueza harían un boquete en el túnel por donde pudiera pasar sin dificultades un arco iris, prefieren ponerle ladrillos y comprarle bolsos de gucci a sus mascotas, mucho más valiosas para la supervivencia de este planeta.

 

El currículo de Vicente Ferrer fue demasiado fatigante para mí.

Yo nunca podría ser Vicente Ferrer.

Ninguno de nosotros podría ser Vicente Ferrer.

Y el que lo piense, que siga aparcado en su arrogante insensatez.

 

p.d. Leído en Días de Radio, el 21 de septiembre.

 

HAPPIEST CITIZENS

En la madrileña estación de autobuses de Méndez Álvaro a las seis de la mañana poco o casi nada puede hablarse de la felicidad, disertar sobre ella con los que esperan una salida. Son rostros cansados, perdidos, olvidados. Rostros que podrían llamarnos la atención por un momento, pero que no volveríamos a recordar en cuanto saliéramos de allí, hacia nuestro destino. Son rostros huraños, perdidos en el laberinto de sus diferentes responsabilidades, que a duras penas levantan la mirada del suelo para ver si su autobús está ya esperándolos en el andén indicado. Rostros que fuman para pintar su propia cortina o que se buscan a sí mismos en el misterio de los posos del café, intentando vislumbrar algo de lo que le deparará el día. Si tropezáramos con una cara amable o sonriente entre ese océano de minutos de impaciencia, nos preguntaríamos, tal y como lo haría Mafalda, por qué no nos prescriben su receta.

A las seis de la mañana, en Madrid, no son felices ni aquéllos que regresan a casa de la fiesta, haciendo balance de las horas danzantes y de los alcoholes ingeridos, recordando esa sonrisa que pasó por nuestro lado y no supimos abrazar. Y, sin embargo, Madrid es una de las ciudades elegidas a través de una encuesta realizada por la revista Forbes entre las diez más felices del mundo. La sexta, para ser exactos. Una ciudad donde la fiesta no acaba nunca y donde, si hacemos caso a las palabras de la revista, hay una vibrante cultura y una alta calidad de vida.

Es curioso que una revista que se ha hecho famosa por sus célebres listas anuales de los más ricos del planeta termine dando el galardón de la metrópoli más feliz a Rio de Janeiro, una de las urbes más pobres del mundo, donde la vida vale lo mismo que una encuesta y es más fácil encontrar un cadáver que una farmacia. Quizá el COI se haya valido de esta lista para posicionarla recientemente por encima de Madrid en cuanto a posibilidades de celebrar unos juegos olímpicos.

Es probable que a las seis de la mañana en la parada de autobuses del barrio de Rocinha, antigua favela, tampoco encuentre uno rostros felices, entusiasmados con la idea de un nuevo amanecer. Ni en Sydney, la segunda ciudad de la lista. Ni en Barcelona, que cierra el podio. No he visto yo a esas horas en la Ciudad Condal rostros felices, si acaso los típicos de los turistas haciéndose fotografías en Plaza Cataluña, pero recelo de creer que incluso a los turistas a esas horas les provoque el mismo placer Gaudí. Dice Michelle Finkelstein, vicepresidenta de una de las agencias de viajes implicadas en la encuesta, que los mejores ingredientes de Barcelona son sus excelentes guarderías públicas; su el clima, catalogado como uno de los mejores del continente y contar con el mejor equipo de fútbol del momento. Pudiera ser que el leve recuerdo de esta extraña suma nos arrancara una sonrisa mientras encendemos el coche, pero dudo mucho de las dos primeras razones.

Es probable que la conclusión de la encuesta sea recordar las alegres palabras de Palito Ortega y sospechar que los de la revista Forbes andan enamorados y cantan de gozo a la vida porque

 

La gente en la calle parece más buena,

 Y todo es diferente gracias al amor.

 

Ninguna ciudad es hermosa o feliz a las seis de la mañana. Eso ya me lo enseñó hace mucho la poeta madrileña Cristina Morano. Ni Ámsterdam, ni Roma, ni tan siquiera París, a la que siempre vuelvo y en la que soy desdichadamente feliz paseando entre sus interminables jardines. Debe ser que la felicidad va por barrios, y no por ciudades.

 

p.d. Leído en el programa Días de Radio de Radio Candil.