CAMISETAS
No está del todo claro por qué a la gente le da por ponerse camisetas de su selección favorita o de la que le toca por nacimiento u origen pero debe de ser, principalmente, porque tienen menos iniciativa que el Real Madrid cuando Gravensen juega de central. Será la idea que muchos tienen del patriotismo, como otros la tienen de tirar huevos a los que defienden unos ideales del año de la extinción de los dinosaurios. (Pero no por eso se les tira huevos. Aunque sean Acebes y Piqué. Con no votarles sobra).
El caso es que se las ponen. Las camisetas, me refiero. Estos días pasados tuve la oportunidad de ver todo un río multicolor de ellas en los momentos inolvidables que pasee por Roma. No sólo los italianos se enfundaban su Azzurra en señal de nerviosismo, pues llegaba el día que se enfrentaran a la temible Ghana. Todo dios que se preciara iba gritando a los cuatro vientos de dónde provenía. Cómo si no diéramos ya el cante los turistas a nuestro paso como para que se lo pongamos más fácil a esos pintorescos amigos de lo ajeno que tanto abundan por las calles de la que llaman ciudad eterna y se debería conocer mejor como ciudad descuidada. Cuánta piedra por el suelo. ¿Es que no saben dónde va cada una? ¿No tenían los romanos de pequeños el Exín Castillos, eh?
En Roma ganaron los argentinos y los croatas con sus banderas. Era el no va más eso de hacerse la foto en el Coliseo con la banderita y el uniforme del colegio tipo rebelde way, todos más pijos que donde los hacen y con su escudo de estamos aquí porque a nosotros el corralito ni nos va. Y me vino a la mente aquél insufrible alumno croata que tuvimos en el verano salmantino de padres argentinos, que un día a primera hora de la mañana apareció tocándome los cojones con eso de que mirara el cielo y viera que era albiceleste como la bandera argentina, porque dios así lo quiso. Y yo le solté eso de que si se fijaba bien, no había nubes. Es cierto, contestó el pobre. Pues eso es porque Maradona se las ha esnifado bien tempranito. Y ya nunca me habló. Y yo no pude más que agradecérselo.
En la ciudad que ahora resido, por la cosa de ser fronteriza, también hay cierto litigio en eso de las camisetas. Los portugueses, tan enamorados de los centro comerciales como de Figo, también las portan cuando cruzan hasta El Corte Inglés, las hacen suyas más que nunca, porque se ve que no han quedado escaldados del último batacazo que se dieron. Los nuestros… Qué puedo decir, ay.
Camisetas. Por todas partes. Del todo a cien. Porque hay algunas que se nota a la lengua que son más falsas que una rueda de prensa de Cañizares hablando de las posibilidades de España en este mundial. Si sólo fuera eso, estaríamos a salvo, pero el aluvión es dantesco, y eso que no ha empezado oficialmente para nosotros. El Opá se ha aliado con la Secta TV y se nos aparecen cual fantasma de Canterville en cualquier esquina de nuestra pantalla plana, recién adjudicada para la ocasión. Por ser excesivos y por joder, no me cabe otra opción, repiten los partidos de los alemanes y los ingleses a las diez de la mañana y han secundado toda la programación al Mundial. Curioso resulta que nadie se haya quejado, excepto Leopoldo Manuel Flanero, que desde Rota dice que le han destrozado con lo de quitar los nuevos capítulos de El Gran Héroe Americano. Eso dice poco de su programación. Muy muy poco.
Yo, para estar a la moda, he llevado estos días una camiseta de Leonardo y nadie me ha preguntado hasta ahora por el Código. Y una de Louis Brooks, la que me regaló Pedrito. Pero una cosa está clara: el miércoles a las tres llevaré mi sudadera españolísima del siete de Raúl, aunque rocemos como hoy los cuarenta. Por si acaso me equivoco y a esta panda de maricomplejazos del balón les da por ganar. Venga, para que luego no se diga me voy a atrever a decir un resultado. O mucho me equivoco o le metemos cuatro a los de Ucrania.
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