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RUA DOS ANJOS PRETOS

AMOR DE CIUDAD GRANDE

AMOR DE CIUDAD GRANDE

Si algo he de agradecerle - sobre todo lo demás que he de agradecerle - a mi profesor Vicente Cervera Salinas de sus cursos de Hispanoamericana en la Universidad de Murcia es el descubrimiento que me hizo de un poema tan sumamente bello como es el de Amor de Ciudad Grande, de José Martí, un poeta tumbado a la sombra de su leyenda y que, por lo tanto, no se lee lo suficiente (y donde se hace no como se debiera). Pero no sólo el poema, escrito en 1882 en Nueva York, le agradeceré a Vicente, también que nos acercará la versión musicada de Nacha Guevara, con la que en los últimos tiempos me estoy emocionando tanto, como hacía mucho.

Creo que la lectura de ciertos libros me está trastornando el ánimo. El deleite y el gozo de acercarse a ellos es inmenso – Eloy Sánchez Rosillo, Pablo García Casado – pero el sendero embarrado que te dejan en el quehacer diario es espantosamente proporcional a la sensación de saber que donde ellos rasgan tú sólo aspiras a pasar el dedo.

 

Me permito dejar aquí a Martí y digan ustedes si no estoy en lo cierto.

 

    AMOR DE CIUDAD GRANDE

De gorja son y rapidez los tiempos.
Corre cual luz la voz; en alta aguja,
Cual nave despeñada en sirte horrenda,
Húndese el rayo, y en ligera barca
El hombre, como alado, el aire hiende.
¡Así el amor, sin pompa ni misterio
Muere, apenas nacido, de saciado!
¡Jaula es la villa de palomas muertas
Y ávidos cazadores! Si los pechos
Se rompen de los hombres, y las carnes
Rotas por tierra ruedan, ¡no han de verse
Dentro más que frutillas estrujadas!

    Se ama de pie, en las calles, entre el polvo
De los salones y las plazas; muere
La flor el día en que nace. Aquella virgen
Trémula que antes a la muerte daba
La mano pura que a ignorado mozo;
El goce de temer; aquel salirse
Del pecho el corazón; el inefable
Placer de merecer; el grato susto
De caminar de prisa en derechura
Del hogar de la amada, y a sus puertas
Como un niño feliz romper en llanto;
Y aquel mirar, de nuestro amor al fuego,
Irse tiñendo de color las rosas,
Ea, que son patrañas! Pues ¿quién tiene
Tiempo de ser hidalgo? Bien que sienta,
Cual áureo vaso o lienzo suntuoso,
Dama gentil en casa de magnate!
O si se tiene sed, se alarga el brazo
Y a la copa que pasa se la apura!
Luego, la copa turbia al polvo rueda,
¡Y el hábil catador, manchado el pecho
De una sangre invisible, sigue alegre,
Coronado de mirtos, su camino!
No son los cuerpos ya sino desechos,
Y fosas, y jirones! Y las almas
No son como en el árbol fruta rica
En cuya blanda piel la almíbar dulce
En su sazón de madurez rebosa,
Sino fruta de plaza que a brutales
Golpes el rudo labrador madura!

¡La edad es ésta de los labios secos!
De las noches sin sueño!  De la vida
Estrujada en agraz!  ¿Qué es lo que falta
Que la ventura falta?  Como liebre
Azorada, el espíritu se esconde,
Trémulo huyendo al cazador que ríe,
Cual en soto selvoso, en nuestro pecho;
Y el deseo, de brazo de la fiebre,
Cual rico cazador recorre el soto.

¡Me espanta la ciudad!  ¡Toda está llena
De copas por vaciar, o huecas copas!
¡Tengo miedo ¡ay de mí! de que este vino
Tósigo sea, y en mis venas luego
Cual duende vengador los dientes clave!
¡Tengo sed, mas de un vino que en la tierra
No se sabe beber!  ¡No he padecido
Bastante aún, para romper el muro
Que me aparta ¡oh dolor! de mi viñedo!
¡Tomad vosotros, catadores ruines
De vinillos humanos, esos vasos
Donde el jugo de lirio a grandes sorbos
Sin compasión y sin temor se bebe!
¡Tomad! ¡Yo soy honrado, y tengo miedo!

 

p.d. Gracias, Vicente, supla ese recuerdo aquellos otros momentos tristes en los que, movidos por la vanidad y auspiciados por el calor de tus alumnos más queridos, poníamos la mesa, orlábamos el centro con rosas azules, sacábamos los platos y brindábamos por Rubén Darío.

 

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