CEBARSE CON EL MONSTRUO
Si hay algo que nos debería haber quedado nítido desde que David Lynch firmara una de las obras maestras de los ochenta (El Hombre Elefante) es que los humanos tendemos a cebarnos con el monstruo, una vez que éste es descubierto y puesto en los escaparates.
Los informativos actuales, vinculados de una manera mordaz y blasfema con el sensacionalismo (la audiencia, esa mala puta, que dicta muchas tendencias y convierte al mundo en un teatro para memos) han lanzado sus redes contra el denominado Monstruo de Amstetten como si fueran los regidores de un anfiteatro y de su dedo dependiera el futuro de su vilipendio social. Con la misma hambre que hace un año fueron a Praia da Luz a buscar a una pequeña. Con la misma saña que utilizaron para los padres de aquélla. Con el mismo desprecio que para con el presunto asesino confeso de la niña de Huelva.
Josef Fritzl, queda demostrado con sólo leer la noticia por la que salió del más sórdidos de los anonimatos, es un monstruo. Lo que ha hecho (y tenía intención de seguir haciendo) no tiene nada que ver con la razón, aunque, desgraciadamente, si con su condición de ser humano. Y creo que somos lo suficientemente capaces de entenderlo sin que vengan cada diez minutos a darnos ciertos detalles macabros (que se iba, despreocupado, de vacaciones; que pegaba a las prostitutas y demás apariciones estelares que se le endosarán con el paso del tiempo; tiempo que se puede estirar una noticia de este calibre antes de que caiga en el olvido y la gente siga protagonizando en un anonimato sucio palizas recogidas en móviles o en cámaras de seguridad de metros de distintos lugares) que poco van a servir para que aprendamos a domesticar al monstruo que cada uno de nosotros llevamos dentro.
Quizás sea una catarsis para decirnos aliviados que nunca llegaremos a esas cotas y visualizar nuestras propias miserias con una perspectiva más amable.
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